La obra de Jean Rouch comenzó a mediados de la década de 1940 con una serie de cortometrajes estrictamente documentales, en los cuales intentaba capturar y comprender rituales realizados por pueblos de Níger, un país del noroeste de África que por aquellos años era colonia francesa. Nacido en París en 1917, Rouch focalizó gran parte de su interés cinematográfico en África. El atractivo de su obra no debería acotarse al carácter etnográfico de sus películas o a su valor antropológico: el cine de Rouch es luminoso, agraciado y dueño de una belleza singular.
Los primeros films de Rouch son documentales estrictos, no muy novedosos en su puesta en escena. Son documentales descriptivos –como bien sugiere Steven Feld en la introducción del libro Ciné-ethnography–filmados en 16 mm, con grandes limitaciones técnicas. Es posible imaginar, sin embargo, que ver cortometrajes sobre rituales africanos debía ser algo bastante inusual para el público francés de fines de la década del cuarenta. La caza de hipopótamos, la circuncisión de niños y la danza de posesión de una joven son algunos de los tópicos que abarca Rouch en la primera etapa de su obra. Los textos que lee la voz en off son claros y estrictos en su abordaje científico. La cámara se mueve en busca de cercanía y calidez: muchas veces, incluso, se posiciona al lado o detrás de los protagonistas mientras andan en canoa por el río Níger o recorren largos caminos al rayo del sol con animales muertos sobre los hombros.
Estos documentales inaugurales, al margen de su belleza y su interés antropológico, son atractivos porque permiten ver una serie de prácticas que rara vez han sido abordadas cinematográficamente por fuera de la explotación. Me refiero, por ejemplo, a los rituales de posesión de En el país de los magos negros (Au pays des mages noirs, 1947) e Iniciación a la danza de los poseídos (Initiation à la danse des possédés, 1949) o a las muertes de animales en La caza del hipopótamo / Batalla en el río grande (Chasse à l’hippopotame / Bataille sur le grand fleuve, 1950). Se trata de actividades que, décadas más tarde, serían explotadas sin reflexión ni compromiso en el marco del subgénero mondo. La mirada de Rouch es lo suficientemente honesta como para que esos hechos puedan ser observados y pensados mucho más allá del supuesto pavor que le deberían provocar a las buenas conciencias occidentales. En términos de representación de la otredad, es abismal la distancia que hay entre la fascinación científica de los estos films y títulos como Mondo Cane (Paolo Cavara, Gualtiero Jacopetti, Franco Prosperi, 1962), que oculta su racismo tras un catálogo de curiosidades pretendidamente violentas y bizarras, u Holocausto caníbal (Cannibal Holocaust, Ruggero Deodato, 1980), que lo oculta tras la fachada del divertimento del cine de terror. Justamente por eso, resulta sugerente que los documentales del cineasta francés nunca hayan despertado el tipo de polémicas que sí despertaron las otras películas nombradas: el llamado shock value suele residir menos en los hechos en sí que en cómo son mostrados cinematográficamente.
Número siete
Pa(i)sajes: Vagar
Imágenes: Juan Jiménez García
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